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Con este último registro pasamos al extremo opuesto respecto a las tres anteriores. Las capas de sonidos típicamente urbanos (el tráfico, el tránsito, los derivados sociofónicos de las actividades industriales y los servicios municipales) pasan a un segundo plano y ceden protagonismo a las sociofonías propias de la interacción social. Siguen existiendo constantes propias del entorno general de la ciudad, como el rumor del tráfico o los pasos, pero es el equilibrio entre ambos así como las texturas que se generan en los intersticios las que nos informan del espacio que estamos practicando.
Lo que más abunda en esta grabación es el murmullo de la actividad social. Estamos en un mercado de calle. Un mercado en donde la gente de los alrededores dispone sus productos para la venta directa. El trasiego de paseantes, clientes potenciales y usuarios es importante, con sus fenómenos agregados. Las terrazas surcan las fronteras del mercado. La música inunda su interior. La sociabilidad impregna el espacio sonoro y fuerza un relajamiento importante respecto al resto del tejido urbano aledaño.
Grabo esta pista sentado en una terraza, degustando un te con pastas al tiempo que vigilo la grabadora. Un señor de edad avanzada se sienta a mi lado con un te con menta y un bocadillo vegetariano. No pasa mucho hasta que entablamos conversación. Situaciones similares emergen constantemente a mi alrededor.
Abundan las fonéticas anglosajonas en sus más diversas realizaciones. Predomina el jafaican, fonética sino propia si originaria de barrios que, como éste, poseen un alto componente transnacional. Casi ajenos al tráfico cercano, turistas e indígenas comparten un espacio cuyo leit motiv es el intercambio. Bolsas de plástico, dinero en cash que golpea barras de bares y tenderetes, que entra y sale de monederos de diversos materiales, pasos que corren, pasos que duermen, niños que gritan, cafeteras que avisan, sirenas que advierten... una miríada de fenómenos que remiten a actividades ajenas a los espasmos calvinistas propios de otras áreas. No se trata de una zona característica por su especial densidad humana. Tampoco al contrario, no es un espacio carente de actividad.
En algún lugar entre el frenesí post-industrial y el relajo rural descansa este mercado. Como si de una isla al pie de las vías del tren se tratase, multitud de tradiciones se mezclan para generar otra multitud de potenciales interpretaciones. Quizá para completar el ambiente se eche a faltar un repique de campanas al fondo, o algún otro elemento emblemático referido a lo comunitario, un soundmark. A este respecto Kiser y Lubman, partiendo del estudio de caso del barrio del East End londinense, sostienen que la nomenclatura tradicional de cockney ha sido históricamente atribuida a aquellos sujetos nacidos dentro de la zona en la que se escuchaban las Bow Bells, campanas de la iglesia de Saint Mary- le-Bow, cuestión que ya tratamos en la segunda pista. Con el paso de los años y la llegada de sucesivas oleadas migratorias transnacionales, el grado de cohesión de la comunidad cockney habría ido decreciendo de forma que, en palabras de los autores, "la diversidad cultural y la inmigración de nuevos grupos étnicos podrían haber debilitado dicha comunidad" (Kiser y Lubman, 2005:2). No carecen de fundamento estas afirmaciones, pero poseen una contrapartida sobre la que es oportuno reflexionar.
Parece evidente que el aporte que en cuestión de formas y representaciones genera la llegada progresiva e inclusión de individuos y grupos que practican otras tradiciones redundará en el debilitamiento formal de los modos y representaciones previos a su llegada. Algo similar ocurre cuando una ciudad crece y acaba por fagocitar a los asentamientos aledaños: el asentamiento cede espacio identitario para incorporar otras tradiciones y generar un fenómeno nuevo resultado de la hibridación de los anteriores. Sin embargo, y a pesar de que los hechos corroboran la hipótesis de los autores, el resultado es otra cosa. La comunidad inicial deja de existir en los términos en que hasta el momento lo había hecho para generar otro grupo social que participa de ambas tradiciones, de forma más o menos equilibrada, en función de la cantidad de individuos que integren ambos colectivos previamente a su integración como nuevo colectivo. En el caso de las prácticas interpretativas y productivas alrededor de lo sociofónico, es interesante atender a la cita que estos mismos autores proporciona:
"Los repiques de campanas del siglo XIX, que para nosotros se han convertido en un sonido de otros tiempos, eran escuchados y evaluados de acuerdo a un sistema afectivo que hoy día nos es ajeno. Dan testimonio de una relación diferente con el mundo y con lo sagrado del mismo modo que dan cuenta de una forma diferente de entenderse y experimentarse en el tiempo y en el espacio. La lectura del entorno audible constituiría uno de los procesos relacionados con la construcción de identidades, tanto de individuos como de comunidades. El toque de campanas estableció un lenguaje y fundó un sistema de comunicación que se ha ido resquebrajando gradualmente. Dio ritmo a formas olvidadas de relación entre individuos así como entre los vivos y los muertos. Hizo posible formas de expresión, hoy día perdidas, de regocijo y cordialidad." (Corbin, citado por Kiser y Lubman, 2005:11) (traducción propia)
Es, también, evidente que la incorporación de tradiciones nuevas a paradigmas existentes "resquebraja" las formas tradicionales. Nuevas formas implican nuevas lecturas y prácticas del entorno. Sin embargo, de la misma forma que cuando decidimos alquilar una habitación de nuestra casa, la nueva incorporación implica un período de adaptación entre lo previo y lo nuevo, lo mismo ocurre a un nivel macro. Afirmar que la diversidad debilita lo comunitario es, en términos absolutos, parcial y demagógico. En cualquier caso debilita los valores y las prácticas previas al contacto de una comunidad que está necesitada de dicho contacto y de dicha integración. Es, por otra parte, un contacto desequilibrado, que posee similitudes con procesos coloniales.
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